Mi orzuelo y yo nos respetábamos.
Él se había instalado en mi párpado derecho. Había nacido con el otoño y bien pronto habíamos formado perfecta simbiosis: Yo lo alojaba y transportaba de un lado a otro. Le hice conocer Valencia, e incluso Europa. A mis mejores amigos y a mis clientes. Él, por su parte, me hacía de piercing gratuito y natural, y liberaba en mi torrente sanguíneo miles de substancias de dudoso gusto.
Y así pasaba el tiempo. El divieso y yo íbamos siempre juntos. Si quedabas conmigo a tomar unas cañas, siempre se venía conmigo. Jugábamos al fútbol, a la playstation, decansábamos juntos... éramos inseparables.
Un día, se decidió desde las más altas instancias que ya había estado demasiado tiempo en mi ojo. Consultada la farmacéutica, pasé a aplicar dos veces al día una crema que me despediría para siempre de mi orzuelo. Ahí comenzó mi declive.
Todo el respeto y mutua admiración que antaño nos profesábamos se había convertido, traición mediante, en una guerra a tumba abierta.
Al atacarle yo con semejante pomada de uso tópico, el orzuelo respondió de una manera que no me esperaba. En lugar de desaparecer, creció y creció hasta apoderarse de gran parte de mi ojo, así como de las miradas de mis interlocutores. ¿Dónde estaba la antigua amistad? Cómo habíamos cambiado. Y lo peor de todo: era todo culpa mía.
Había escuchado cantos de sirena acerca de liberarme del grano, de abandonarlo para siempre, cuando no me hacía ningún mal. Ni siquiera me frenaba al nadar.
Y ahí estaba yo, con el orzuelo cabreado y creciendo en mi párpado, acorralado, sin saber qué hacer...
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Ya vale de leer sin decir nada. Manifiéstate.