martes, 28 de septiembre de 2010

El sonido del petisuís

Me asomaba a la ventana
a merendar.
El ruido de las chicharras
se confundía con el de los niños
entrenando para ser algo en la vida.
No la esperes, Velasco.
Por favor, no la esperes.
No la esperes, Velasco,
te he dicho que no la esperes.
¡Por Dios, Velasco,
no la esperes!

sábado, 25 de septiembre de 2010

Capuccino

Ruge la máquina de vending
antes de su primer orgasmo de la mañana.

Al dejar de temblar
hay un vasito ardiente en su cloaca.

martes, 21 de septiembre de 2010

Cambiemos las ruedas

Un sonido de motor hidráulico.
El mecánico, con el destornillador en la mano,
me da un abrazo fuerte, cariñoso.
El encargado ofrece cava.
Un zascandil viene a ver qué pasa.
Todos aplaudimos.
Mi utilitario se eleva a las alturas.

viernes, 17 de septiembre de 2010

La gran piscina marrón

Ayer, en el barrio, empezaron a caer del cielo monedas de chocolate.
Y estaban ricas, pues hicieron que la gente caminara por la calle con la boca abierta.
Como continuaba lloviendo chocolate, se formaron charcos, y los niños comenzaban a chapotear y a ponerse perdidos. Yo miraba todo esto desde un discreto segundo plano, apostado en la ventana de la cafetería donde me inspiro.
Mucha gente corría a refugiarse y otros, simplemente, se ponían en medio de la calle y abrían la boca, sintiendo cómo el chocolate les llenaba las papilas gustativas.
Tanto chocolate cayó del cielo que se llenó el gran descampado que tenemos junto al campo de fútbol. Los niños se lanzaban a la improvisada piscina sin ningún temor. En ése momento no pude eludir mis responsabilidades. Salí y les enseñé cómo debían tirarse haciendo el mayor ruido posible y salpicando a todo el mundo.
Fue una tarde dulce y feliz. Pero, como no hay en esta vida alegría sin penitencia, al día siguiente todos teníamos granos en la cara y nos dolía la tripa sobremanera.
Menos el archiduque, que va de serio y no salió de su casa a jugar.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Los reyes de la carretera

Ya estaban criados.
Tenían sus propios métodos
y no necesitaban escuchar.
Nos enseñaban sus pedeás
y sus corbatas.
¡Quién no hubiera bajado la cabeza
ante tamañas demostraciones de saber!
Tenían la razón, tenían el poder.
Controlaban toda la cinta aislante
que se vendía en la provincia.
Eran serios,
nos miraban por encima del hombro.
Cuando hablaban, callábamos.
Cuando los recordábamos, reíamos.