jueves, 2 de febrero de 2017

Carafácil

Carafácil sonaba de algo. Le llamábamos así porque no sabíamos su nombre, ni a qué se dedicaba, ni dónde vivía exactamente. Sabíamos que era semi vecino nuestro, pero no lo situábamos.
Ninguno de nosotros lo conocía. Nunca habíamos hablado directamente con él. Pero cada vez que nos lo cruzábamos, aunque normalmente estuviera en la otra acera, alzábamos la mano o la mirada. Yo le gritaba un "ye", como a muchos amigos y conocidos.
Todos los miembros del equipo brutal  teníamos la misma relación con él por separado. Y no lo supimos hasta que una tarde, estando en la terraza del bar, pasó caminando por la calle, con ese aire elefantoide que gastaba. Saludó a nuestra mesa, y todos a la vez correspondimos al saludo. En cuanto nos rebasó, comenzamos a cuchichear sobre quién era realmente. Ninguno lo conocía. Nadie había cambiado con él ni una sola palabra. Pero se nos hacía cotidiano y familiar. Por eso todos le tratábamos igual.
Pasó mucho tiempo desde esa tarde. Tanto que alguno de nosotros llevaba barba desde entonces.
Preguntamos a todos. Los viejos que toman el sol en el parque, las madres de los niños del mismo parque, el kioskero disckjockey, Nikolai... nadie sabía quién era, ni donde vivía.
La única respuesta posible al misterio fue ir a preguntar al peluquero. Sin dudar ni un instante, nos dijo donde vivía Carafácil. Nos confirmó que hacía mucho tiempo que no aparecía por allí ni se cruzaba con él en el supermercado. Quiso decirnos su nombre real, incluso creo que llegó a pronunciarlo. Pero ninguno de nosotros quiso renunciar al apodo tan bueno que le habíamos puesto. El archiduque aprovechó la visita para cortarse el pelo mientras los demás leíamos la prensa deportiva y las revistas de supuesta investigación. Con los datos del peluquero, fuimos prestos a investigar.
Desde fuera de su casa, notamos el extraño olor que tanto llamaba la atención de los vecinos, que tampoco sabían como se llamaba. No quisimos mirar su nombre en el buzón, no fuera que nos lo aprendiéramos. El arquitecto y Pascual riñeron sobre quién de los dos era el más apropiado para forzar la cerradura. Mientras, yo pensaba en mis cosas.
Cuando conseguimos entrar, estaba Carafácil en el suelo de una de sus habitaciones totalmente desnudo, acunando a los aparatos eléctricos de luz azul, lo único en lo que podía confiar en esta vida.
Llamamos a la policía, a los bomberos, ambulancias y al teniente alcalde. No podíamos dejarlo en ese estado y volvernos al bar.
Se lo llevaron en camilla. Por primera vez oímos su voz. Gritaba cosas inexcrutables que yo quise creer que eran loas a un dios pagano en el que él tenía puestos todas sus esperanzas. Porque, en la humanidad, no concibo que estuviera muy ilusionado.
Ya podíamos volver al bar. Nunca lo volvimos a saludar por la calle. Nunca volvimos a hablar de él. Lo he recordado yendo a por el pan, donde solía cruzármelo. El barrio ya no tiene a Carafácil, el anónimo paseante que todo el mundo conocía de vista. ¡Salve Carafácil! Doquiera que estés, si alguien te pregunta tu nombre, no se lo digas.