jueves, 29 de agosto de 2013

En la terracita

Como los miro y escribo, creen que soy una especie de espía industrial, que estoy socavando información acerca de sus negocios y tejemanejes. Y llegan a plantearse seriamente llamar a sus matones para que me quiten la libreta. 
Por suerte, pasa por la calle el archiduque, que me da un abrazo aristocrático de los suyos, se disculpa por la prisa y se sienta en la mesa de los figuras.
El más malo no me quita ojo, el que tiene la mirada sucia, el que no ha perdido la oportunnidad de ponerse por encima de la camarera ni de amenazar a unos empleados que circulaban por la calle con algún asunto a mitad.
Pero a mí me importan un carajo sus inversiones y rencillas. Yo los observo desde el punto de vista de un artista-bio-antropólogo. Estudio sus relaciones de poder, sus miradas, sus semblantes, su jerarquía. Sé, por ejemplo, que el más malo es también el más envidioso, el que necesita encarecidamente saberse imprescindible. Aporta constantemente datos supuestamente obvios y relevantes, o muestras de subjetiva genialidad. 
El más anciano no para de fumar y asentir. No me ha quedado claro si les oye. Está en ese grupo por algún tipo de respeto atávico o tradicional. O quizá porque es el verdadero inversor en ese grupo de sinvergüenzas. A su lado se sienta su asesor personal, que calla y apunta mentalmente. No perdonará ni una.
Además del propio archiduque, que no parece enterarse de la misa, hay un individuo más joven, que ríe las gracias del malo, aunque no las comparte. Es, sin duda, el técnico, arquitecto, o lo que sea de especialista que necesitan para sus correrías. Su trabajo no es en la cafetería, así que se excusa y se va.
Llega otro al que llaman Gran Persona. No está en su peso. El archiduque le da un abrazo como el mío. Se sienta y habla de barcos y de tonterías. Todos le hacen fiesta, es el verdadero ejecutivo alfa de la reunión. Si él abandonara, todo se iría al garete, y ellos lo saben. Y demuestran que todos son unos mierdecillas, poniendo sus cuellos en el suelo para que los pise si le place.
Y el gran lobo orgulloso, que se reía de los demás y confundía camareras del Este con prostitutas, agacha las orejas y mete el rabo entre las piernas. Se tumba sobre su espalda, esperando una caricia en la pancha.
Gran Persona me mira y sonríe contento. Saca un paquete de galletitas con forma de hueso y lo reparte entre sus caniches.