lunes, 3 de julio de 2017

Tensión máxima rota antes de tiempo

A estas horas, el sol todavía no está despierto del todo, como tampoco lo están las tiendas donde vamos a consumir productos innecesarios. Las persianas permanecen a media altura, como una bandera que vela la muerte de un prócer nacional. Y el portón de metal del gran centro comercial se encuentra cerrado, hierático, ajeno a lo que sucede fuera.
Las terrazas están llenas de una extraña combinación de turistas y endémicos, ansiosos porque las tiendas emerjan al fin. Y de desolados comerciantes a sueldo precario, consultando sus móviles y sus cigarros con nerviosismo, que desearían que nunca jamás llegaran las diez de la mañana de hoy lunes.
Estos veinte minutos previos son preciosos. Básicamente, de una intensidad y tensión que solo alguien muy observador que no pertenece a ninguno de los dos grupos puede ser capaz de apreciar y disfrutar. Si uno de los clientes se pusiera a dar golpes en la cancela del centro comercial, cual almonteños, todos los guiris, personas que trabajan a turnos, autónomos que se pueden organizar sus horarios y diletantes se lanzarían cual horda de bárbaros sin ley a empujar la puerta de metal hasta derribarla y acceder por fin a sus ansiadas rebajas.
Si alguno de los meláncolicos dependientes rompiera, por fin, a llorar como se merece, las angustias y quejidos reverberarán recorriendo las terrazas en una onda expansiva de agua, sal y pena.
De la tensión que reina en el ambiente, se han alejado los pájaros y los autobuses. Y, se diría que, se pueden escuchar los acelerados latidos de unos y otros. 
Quedan diez minutos. Cuando alguien muerde una tostada crujiente, se escucha en toda la plaza. Los mensajes de texto retumban. Un turista de los que no han podido permanecer sentados fotografía sin parar. Alguien ha apagado las televisiones de los bares. Los que todavía almorzamos, lo hacemos muy despacio, con cuidado.
Faltan siete minutos. Comienzan las prisas por abonar las cuentas. Las camareras no dan abasto. Las cajas se quedan sin cambio. La gente da sugerencias para mejorar el serviccio. El aire acondicionado me hace estornudar. Un caos.
Quedan cinco minutos. Nuevas personas aparecidas desde los cuatro puntos cardinales se acumulan en el portón y todos juntos sitian el centro comercial. Debido a la muchedumbre, los dependientes que han conseguido pagar, no pueden acceder al centro. Ni siquiera por la puerta de servicio. Una máquina tragaperras canta Jackpot. Un pervertido se lleva un tortazo. Los portones crujen. Oficinistas que salían a almorzar vuelven a subir a sus trabajos por el mismo camino por el que bajaban. ¡Qué rico está este café!
Quedan tres minutos para las diez de la mañana. Los portones ceden finalmente. La estampida es inevitable. Las barricadas interiores ceden, los mostradores caen, la cadena humana de vigilantes de seguridad y dependientes se dispersa por la fuerza del número. Los euros surcan el espacio virtual cambiando de dueño.
Entre codazos, comienzan las rebajas.