viernes, 15 de marzo de 2013

Tarde exótica.

Por fin he convencido a todos para ir al museo de sonidos. Es cierto que a última hora se ha descolgado el arquitecto, pero al resto no ha tenido otra que acudir.
Nos recibe un caballero de otra época, con pinta de no haberse comido un chuletón en toda su vida, y de no haber salido del museo en un par de décadas. Se alegra mucho de recibir a cuatro personas en una semana, y nos acompaña por los pasillos explicándonos todo. Nos muestra los distintos sonidos que ha embotellado durante años. Por las pintas que tenemos, se atreve a sugerirnos sonidos con todo el desparpajo. Su entusiasmo contrasta con el del archiduque, que no para de repetir que eso no es un museo, que se siente engañado. y que es todo culpa mía. Y Pascual necesita un trago, como siempre. El único que muestra cierta curiosidad es Niko, que hace preguntas con cierto sentido. Así que Niko y yo nos quedamos con el hombre pálido y los otros, aunque se odian, se van juntos al bar.
Cuando salimos, muy contentos por la experiencia y cargados con los mejores sonidos aún tintilineando en nuestros tímpanos, los encontramos llorando juntos en una mesa. Echándome la culpa de su triste existencia, de sus calamidades y de su miseria.
Me acerco a la barra y llevo una ronda de quintos a la mesa. Nadie llora ya.


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