miércoles, 31 de mayo de 2017

La única no-franquicia del centro

El hecho de ir al centro no obliga a tomarse un vino en una franquicia, me digo. Así que hago un sondeo, en círculos concéntricos al teatro que visitaré después. Una pasada tras otra, siempre con mayor radio, me muestran sitios bastante llenos y, pese a todo, limpios. Con ofertas muy importantes en terrazas y carteles. Pero me niego a darle mi dinero y tiempo al capital. Así que continúo caminando, ampliando mi horizonte. Como si tratara de salir de un laberinto de marcas de bocaterías y cafeterías, sigo siempre la pared en la misma dirección, para no perderme entre los neones y las cristaleras que dejan ver gente joven y feliz.
Al fin, encuentro un lugar no alineado a una multinacional. Entro sin titubeos. Se encuentra vacío, con eco, oscuro. Saludo en voz alta para prevenir al que esté en la cocina. Un ser de ultratumba se me acerca con semblante molesto. Le solicito una copa de vino y espero a que me la sirva en la barra, para no hacerle salir. 
Dejo mis cosas en una silla y saco el bloc para dibujar a la gente que pasa por la calle. El calvo narigón es el primero en hacerse de tinta. Tiento el vino. Una emanación de  alcohol llena mi tabique nasal y mi paladar. Vino de sacamuelas. Especial para cuando se busca una razón para no ir a las franquicias. Con más corazón que cerebro, bebo un trago y sigo dibujando.
Muy molesto por mi presencia, el camarero de otra dimensión espaciotemporal se pone a barrer a mi alrededor, farfullando con desdén. Al entrar tres individuos de esos que venden productos que no tienen materia y trabajan a comisión, corre a espantarlos a ellos, dejándome sombrear tranquilamente al primer calvo que dibujé.
El camarero vuelve del exterior, jurando sin cesar, y saca los platos del lavavajillas, que está junto a mi mesa.
Llega entonces la estrella. Una maravilla para la vista, para el corazón y la razón. A ella sí que le permite entrar en sus dominios, el ser de ultratumba. Mostrando, acto seguido, su descontento cuando ve que se dirige a mi mesa y me planta un beso por medio de ultrasonidos que hacen ladrar a todos los perros de la zona. Cuando ella se acerca a la barra a pedir, el camarero se esconde con pasmosa habilidad. Cuando ella se gira, aparece. Llegado el momento, ella se cansa y me dice que me acabe el vino tranquilo, que me espera en el teatro. Y se va.
Como gorila de lomo plateado, se me acerca el camarero, derribando mesas y gruñendo.Carga hacia mi. Agarro malamente mis libretas y bolígrafos y comienzo a salir por piernas.  De súbito, con un gesto, pido cuartel momentáneo señalando la copa de vino que, inexplicablemente, respeta. Apuro de sorbo el vinacho que me queda, dejo suavemente la copa en la mesa y esprinto hacia el exterior. Con rugidos viene detrás. Me persigue por las calles. No le importa dejar el bar vacío. Tampoco creo que nadie se atreva a entrar allí. Me lanza adoquines, como en una persecución de final de episodio de cómic de Ibáñez.


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