Viernes por la tarde en el bar. No hay fútbol ni tonterías, por lo que nos han dejado la radio municipal como hilo musical mientras jugamos al dominó y los camareros se echan una siesta tras la barra.
La partida evoluciona favorablemente. Todavía nadie ha gritado a nadie, ni se han reabierto viejas heridas del pasado viernes. Todo fluye de manera poco normal. Los errores son perdonados, los aciertos se celebran tranquilamente. Puede que lleguemos a jugar dos partidas.
Tan concentrados estábamos que casi no escuchamos las noticias de actualidad de los atascos. Para esa misma tarde se ha previsto uno monumental en la entrada oeste de la ciudad. Al punto que se han trasladado una serie de reporteros para hacernos llegar las noticias en directo. Se hace el silencio. Nos miramos entre nosotros con una sonrisa incipiente. En cuanto uno se mueva, estaremos todos perdidos.
De súbito, como accionados por muelles entrenados para desalojar, cada uno se lanza a realizar una acción. El archiduque recoge las fichas. Yo voy a la barra a despertar a pedir la cuenta. Pascual despierta al camarero tirando las copas que quedaban a medio beber y el arquitecto aparece con el mocho. Nos vamos.
Cada cual en su coche, y Pascual en el camión, sintoniza la radio municipal, arranca, y conduce hacia la rotonda. Bajamos las ventanillas y gritamos consignas e insultos. Vamos a salir de la ciudad y, rodeándola unirnos al gran atasco desde el kilómetro veinte.
El viento mesa nuestros cabellos al incorporarnos a la circunvalación. Las risas se oyen desde el barrio.
Atrapados en el embotellamiento, llamamos a nuestros conocidos para que se nos unan. Pues, con las prisas y la emoción, se nos ha pasado. Y a las grúas de los seguros. Para ser entre todos el mayor número posible de vehículos.
Y somos felices. Participamos de una gran masa que se mueve cual anaconda digiriendo un cabrito.
En la radio anuncian que la policía se va a poner en las rotondas y semáforos a descongestionar el tráfico. ¡Bien! El atasco durará siglos.
MONUMENTAL
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