Vuelvo a por un kebab. Uno de aquellos cuya digestión me hace sentirme anaconda.
Hoy no hay un chico que imita a Ángel Cristo, sino dos. Son iguales, visten, hablan y se mueven igual. Consternado, no sé a cuál de los dos hacerle la comanda. Se ríen un rato de mí, en sus extraños códigos, hasta que uno de ellos me dice que está de visita, viendo a su hermano gemelo. Y, de paso, le ayuda a adulterar la salsa de yogurt.
El Ángel Cristo original comienza a prepararme la comida mientras el Ángel Cristo visitante comienza a hablar de platos que se preparan en su pakistán natal, que el kebab es comida de turcos. Me dice que en su país hay lentejas de todos los colores, que los amaneceres son más bonitos. Añade que los nabos son mucho más grandes que aquí, mientras los escenifica con las manos: ¡así, así! Parece no saber que me causa risa todo el mundo, incluso si no me dan razones para ello. Le pregunto si ha probado el hinojo, pero solo le interesan lentejas y nabos. ¡Un archiduque de la comida! ¿Cómo puedo competir con semejante conversación? Así que callo.
El hermano sale del mostrador hacia la nevera. Al pasar por el flanco del mostrador, chocan y se tambalean. Ahora ya no sé cuál de los dos es el Ángel Cristo original y cuál su hermano de visita. Ahora hablan los dos de las recetas de la abuela. Y se ríen entre ellos. Mi camisa olerá a kebab durante semanas. Me llaman por teléfono y contesto. Ellos gritan todavía más.
Todos callamos cuando uno de ellos, no sé si el original, esquila la carne.
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Ya vale de leer sin decir nada. Manifiéstate.