Nos han echado del gimnasio.
Esta mañana, al acabar la sesión, el director del gimnasio nos ha llamado a su oficina y, todavía sin duchar, nos ha dado la noticia. A partir de mañana, el archiduque y yo no seremos bien recibidos en sus instalaciones.
El archiduque, como es normal en él, no se lo ha tomado con mucha filosofía. Ha comenzado a hacer aspavientos caminando por el despachito. Yo le he preguntado cuál era la razón por la que nos despedía, recordándole que, al fin y al cabo, éramos clientes del lugar. Que no se puede tirar a gente que paga por ir a un sitio. Y más cuando no hemos hecho nada malo.
Con un ojo en el archiduque y otro en un informe, me explica que no me ve sufrir, que no sudo la camiseta. Dice que voy allí de paseo y que doy mal ejemplo a los jóvenes. El sucio archiduque no deja de asentir durante toda la explicación para, cuando el director acaba conmigo, dar un puñetazo sobre la mesa que nos sobresalta. Y ¿qué pasa con él? ¿por qué se le somete a tal afrenta?
Parece ser que el archiduque habla mucho cuando se encuentra en el gimnasio. Y muy alto. Yo no paro de asentir cuando el director trata de explicar todo esto. Y molesta a los esforzados atletas, como hace en todos los lugares a los que va.
El archiduque no admite sus errores, se pone a enumerar todos los fallos del gimnasio, tanto a nivel organizativo, como estructural o humano. Que si las goteras de las tuberías, que si el entrenador de pilates huele mal, que si los líquenes de las duchas... Hasta que el director no aguanta la presión y rompe a llorar sobre el escritorio. Ciento veinte kilos de músculo derrumbados instantáneamente.
Al punto, reacciono y les sugiero irnos los tres a almorzar. Recogemos los bártulos y nos metemos en el coche del entrenador. Las lágrimas ya se van secando. El hipo se le pasa, ya puede conducir. Menudo almuerzo nos vamos a pegar.
Y almorzamos. Y una cosa lleva a la otra. Se tienden puentes, se abren los receptores de sentimientos. ¡Qué perra vida ha tenido el pobre director! Y llegan los abrazos, y las promesas. Como estoy sentado hacia la puerta, veo a Pascual saludando en la barra y girándose haca nosotros. En los tres minutos que tardo en alzar el brazo para indicarle que se siente con nosotros, Pascual se acerca, nos mira las pupilas, y se va.
Y continúa el almuerzo, y la sinergia, y los planes. El mundo pasa a ser un poco menos abrupto, un poco más considerado.
A las seis de la tarde, el camarero nos ruega que abandonemos esa mesa, que van a venir los del dominó.
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