No me puedo quitar de encima la pegadiza canción de Jamona Rowlands. Voy tarareándola por ahí, mientras hago cosas que no requieren de todo mi cerebro, como fregar los platos o hacer la compra. Sobre todo, su pegadizo estribillo, que luego utiliza de tema y de cobertura en un par de cortes más, dándole a todo el disco una sensación de espiral que nos ha fascinado a sus seguidores.
El caso es que, críticas musicales aparte, llevo ya un par de semanas con el soniquete y no me libro de él. Así, voy sobreviviendo, saltando las matas, a ritmo de Rowlands.
De esta manera, en la cola del supermercado, con la cesta llena, tampoco puedo dejar de escucharla y bailarla. Sé que es una de esas actitudes mías por las que la gente me señala con el dedo y me retira el saludo, pero me dejo llevar y concluyo de la manera más espectacular posible, abriendo los brazos con un paquete de arroz y una cerveza en cada mano y casi le doy un golpe al muchacho que aguarda detrás con un paquete de dulces y una soda.
Me disculpo y, al visionarlo tan desprovisto de carga y tan debilucho, le invito a adelantarme y pagar antes. Él, de manera tímida, casi siniestra, suelta un hilillo de voz desde detrás de su flequillito. Insisto, porque estas cosas son muy importantes para mí. Tímidamente, niega con la cabeza y el índice. Reinsisto, a lo que no contesta. Con lo que lo agarro de la chaqueta y lo empujo hasta la caja. Al moverlo, noto que está compuesto tan solo de huesos y maquillaje, por lo que me disculpo por no haber tenido un poco más de cuidado.
Sin mirar a la cajera, paga rápidamente, con un movimiento perfeccionado por la práctica. Y se va hacia la puerta. Yo deposito los productos en la cinta mágica. Y cuando los toca la cajera, valen su peso en oro.
Ya con las bolsas, salgo del establecimiento rumbo a casa. O al bar. Noto como una sombra que me sigue. Me giro y no veo a nadie, así que continúo caminando. Advierto que me chistan de manera tímida, como si no quisieran realmente que les oyera. Me giro de súbito y alcanzo a ver al muchacho del flequillito. Se acerca con suma precaución, como un animal salvaje que no ha visto nunca a un hombre pero tiene que comer de su mano. Estoy a punto de pegar un grito y coger una piedra y lanzársela. Pero espero porque parece que quiere decirme algo.
Se acerca a mi oreja y, con tono difícil de audiometría, me pregunta si estaba silbando la canción de Jamona Rowlands. Yo le sonrío y le digo que sí. Se queda parado unos segundos. Durante el tiempo que tarde en decirme que él es un gran fan, yo escribo en mi libreta todo lo que has leído hasta ahora.
Le digo que me alegro de tener una afición en común con él. Que la música no tiene edad, y que puede contar conmigo para lo que quiera. Para repasarle las mates, o para prepararle ejercicios para vencer su timidez. Él asiente de manera rítmica, con lo que casi me hipnotiza. Le doy un golpe en el hombro y me despido.
Continúo caminando hasta que, extrañado, me giro de nuevo y lo veo a unos metros. Se acerca con pasitos de geisha. Le indico que se me descongela la pizza, que lo que tenga que pasar, que pase rápido. Se acerca a mi oreja y me susurra que a él le gusta todavía más su corista, Thomas Schwartzman. Y se pone a comentarme, con toda firmeza, sus bondades. Su chorreo de palabras me lleva a dejar de escucharle y a tener ganas de abandonarlo allí mismo. Más, como me ha caído bien y se me ha descongelado la pizza, le invito a casa a comer. De camino, se va creciendo. Cada vez habla más alto y más fuerte. Y se me cruza en el camino cuando quiere recalcar alguna de las bondades de Schwartzman. Dejo la compra en el suelo y me abro una cerveza, para no despedirlo.
Llegamos a casa. Mientras ordeno mis viandas, saca una usb y la pone en mi portátil. Tiene toda la discografía de su héroe. Me la graba.
Me dice que se considera un purista. Que su trabajo con Jamona es el más conocido, pero que le ha hecho los coros a muchas figuras importantes de la canción. Desde los Download Turttles, hasta los Biomaníacos. Y que no suele salir en los créditos, por lo que se le ha hecho muy difícil seguirle la pista. El horno pita y voy a por la pizza.
Pasan las horas.
Llega el alba. La última canción concluye. Me despierto de golpe en el sofá. Le indico donde está la puerta.
De esta manera, en la cola del supermercado, con la cesta llena, tampoco puedo dejar de escucharla y bailarla. Sé que es una de esas actitudes mías por las que la gente me señala con el dedo y me retira el saludo, pero me dejo llevar y concluyo de la manera más espectacular posible, abriendo los brazos con un paquete de arroz y una cerveza en cada mano y casi le doy un golpe al muchacho que aguarda detrás con un paquete de dulces y una soda.
Me disculpo y, al visionarlo tan desprovisto de carga y tan debilucho, le invito a adelantarme y pagar antes. Él, de manera tímida, casi siniestra, suelta un hilillo de voz desde detrás de su flequillito. Insisto, porque estas cosas son muy importantes para mí. Tímidamente, niega con la cabeza y el índice. Reinsisto, a lo que no contesta. Con lo que lo agarro de la chaqueta y lo empujo hasta la caja. Al moverlo, noto que está compuesto tan solo de huesos y maquillaje, por lo que me disculpo por no haber tenido un poco más de cuidado.
Sin mirar a la cajera, paga rápidamente, con un movimiento perfeccionado por la práctica. Y se va hacia la puerta. Yo deposito los productos en la cinta mágica. Y cuando los toca la cajera, valen su peso en oro.
Ya con las bolsas, salgo del establecimiento rumbo a casa. O al bar. Noto como una sombra que me sigue. Me giro y no veo a nadie, así que continúo caminando. Advierto que me chistan de manera tímida, como si no quisieran realmente que les oyera. Me giro de súbito y alcanzo a ver al muchacho del flequillito. Se acerca con suma precaución, como un animal salvaje que no ha visto nunca a un hombre pero tiene que comer de su mano. Estoy a punto de pegar un grito y coger una piedra y lanzársela. Pero espero porque parece que quiere decirme algo.
Se acerca a mi oreja y, con tono difícil de audiometría, me pregunta si estaba silbando la canción de Jamona Rowlands. Yo le sonrío y le digo que sí. Se queda parado unos segundos. Durante el tiempo que tarde en decirme que él es un gran fan, yo escribo en mi libreta todo lo que has leído hasta ahora.
Le digo que me alegro de tener una afición en común con él. Que la música no tiene edad, y que puede contar conmigo para lo que quiera. Para repasarle las mates, o para prepararle ejercicios para vencer su timidez. Él asiente de manera rítmica, con lo que casi me hipnotiza. Le doy un golpe en el hombro y me despido.
Continúo caminando hasta que, extrañado, me giro de nuevo y lo veo a unos metros. Se acerca con pasitos de geisha. Le indico que se me descongela la pizza, que lo que tenga que pasar, que pase rápido. Se acerca a mi oreja y me susurra que a él le gusta todavía más su corista, Thomas Schwartzman. Y se pone a comentarme, con toda firmeza, sus bondades. Su chorreo de palabras me lleva a dejar de escucharle y a tener ganas de abandonarlo allí mismo. Más, como me ha caído bien y se me ha descongelado la pizza, le invito a casa a comer. De camino, se va creciendo. Cada vez habla más alto y más fuerte. Y se me cruza en el camino cuando quiere recalcar alguna de las bondades de Schwartzman. Dejo la compra en el suelo y me abro una cerveza, para no despedirlo.
Llegamos a casa. Mientras ordeno mis viandas, saca una usb y la pone en mi portátil. Tiene toda la discografía de su héroe. Me la graba.
Me dice que se considera un purista. Que su trabajo con Jamona es el más conocido, pero que le ha hecho los coros a muchas figuras importantes de la canción. Desde los Download Turttles, hasta los Biomaníacos. Y que no suele salir en los créditos, por lo que se le ha hecho muy difícil seguirle la pista. El horno pita y voy a por la pizza.
Pasan las horas.
Llega el alba. La última canción concluye. Me despierto de golpe en el sofá. Le indico donde está la puerta.
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Ya vale de leer sin decir nada. Manifiéstate.