La discusión comienza, debo admitir, cuando ya llevamos un par de cervezas. Pascual y el arquitecto no paran de atacar al archiduque continuamente.
A veces, solo por fastidiarle un poco y ver como reacciona, me gusta ponerme en contra del archiduque. Sus respuestas son tan amaneradas y predecibles que es bonito, e incluso estético, pincharle repetidamente. Pero, en esta ocasión no puedo menos que defenderle.
La tesis que defienden Pascual y el arquitecto es que el archiduque no debería llevar sus medallas y condecoraciones al bar de los quintos, que toda esa apariencia debería pasearla cuando va a la corte, o a reuniones de archiduques -solo Dios sabe lo que se hace en ese tipo de reuniones-, pero nunca por el barrio, como mostrando su categoría.
En principio, yo estaba de acuerdo con ellos porque todo eso de ostentar de manera vacía me parece estéril. Pero, en ese momento, el archiduque ha apelado a su libertad de expresión, a tener la apariencia que le venga en gana. Y con ese argumento me ha cautivado.
La discusión avanza hasta que me levanto a por otra ronda de cervezas y les digo que, si quieren seguir por estos derroteros, podemos devolver el dominó al camarero.
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Ya vale de leer sin decir nada. Manifiéstate.