Nos hemos quedado a comer con los dueños del bar. El archiduque, Pascual, el arquitecto y yo, cuando el resto de la clientela abandonaba los quintos obligatorios y se iba para casa, nos hemos hecho los remolones, ayudando a recoger las mesas y sacando una nueva ronda.
Tras la comida, los cinturones se aflojan. La percepción del tiempo se relaja y los cuerpos se acodan sobre la mesa.
No sabemos por qué, dice el dueño del bar, pero estamos igual que un domingo por la tarde. El arquitecto apunta que es por los cambios de temperatura, que varían la presión atmosférica, o por las mareas. Nadie cree que sea culpa del tintorro que ha regado nuestra conversación y nuestro conejo al ajillo con acompañamiento residencial. El caso es que los minutos pasan despacio, en silencio, hipóxicos.
Como para llenar el vacío que pesa sobre los hombros de todos los presentes, el archiduque hace una afirmación incierta, sin mucho contenido, prescindible. Una de las suyas, pienso.
Apresuradamente, los demás lo niegan, refutandopalabra. Sin argumentos, con el simple no, eso no es así. Por la necesidad de contradecir, la más humana de las costumbres.
Se ponen de pie, y se espetan cosas que trato de no oír.
Y a mí me gustaría tener la capacidad o el vicio de fumar. Para poder salirme afuera un rato, dándole con la cabeza a la persiana a medio bajar, y consiguiendo que el dueño del bar se salga conmigo con la excusa de auxiliarme.
Y quedarme allí, afuera, en perfil de tres cuartos, con la mirada perdida hacia el supermercado, hasta que el resto termine con sus tonterías y sus terapias. En lugar de ello, juego con la cucharita de café, haciendo sutiles surcos en el poso de la taza, cambiando mi futuro por momentos, creando infinitas realidades alternativas con cada gesto.
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Ya vale de leer sin decir nada. Manifiéstate.